ASESINATOS EN LONDRES



CAPÍTULO II

Withoutland, es una pequeña ciudad al sureste de Londres, en la zona de East End, que no tendrá más de diez mil habitantes, y está muy bien comunicada con la gran ciudad. Tiempo atrás la gente trabajaba en las minas de carbón, en su mayoría, y no pocos eran los que tenían un trabajo extra artesanal necesario para poder salir adelante cada semana. Había zapateros, vidrieros, dedicados a la forja y la fabricación de guitarras, así como a la elaboración de colores para los tejidos. Pero la fabricación artesanal solo surtía a la comunidad porque no era muy grande. Solo el carbón era enviado a otras ciudades, produciendo algunos ingresos en las arcas estatales.

Las gentes que se afincaron en estos departamentos eran personas acostumbradas a vivir en el medio rural y cuando la ciudad despegó por la demanda de carbón para los usos domésticos, el crecimiento que experimentó los acercó a la gran ciudad, y abocó a sus habitantes a andar un poco despistados de hacia dónde caminar. Ese crecimiento trajo consigo también una manera de vivir y relacionarse que no todos supieron comprender.

Se vivía con más holgura y eso dejaba facilidad a los más avezados para sacar tajada de todo lo que era novedad. Aunque no todos se vieron beneficiados por este resurgir del comercio y la pequeña industria que había florecido. Entre ellos había familias que pasaron de una situación muy delicada económicamente a poder llevar a su mesa más alimentos de los necesarios. Por el contrario, también los hubo que con el encarecimiento de precios y no pudiendo adaptarse a las nuevas ocupaciones, su salario se vio reducido, dejándoles con una economía mucho más escuálida.

Por otro lado, los delitos fueron en aumento porque las ideas importadas por los extranjeros llegados al condado trajeron los peores vicios de sus orígenes. En pocos años el incremento de ciudadanos fue enorme, llegando a duplicarse la población. Esto creó muchas desavenencias y encuentros no deseados entre los que venían de fuera y los que entendían que ese era su pueblo y tenían más derechos que los que se incorporaban recientemente a la ciudad.

Y no era una cuestión de racismo; era solo que los recién llegados querían disfrutar desde el principio de todos los beneficios de tipo social que gozaban los residentes nativos. Esta continua confrontación trajo las desavenencias entre los diversos clanes que nunca llegaron a suavizarse. El ambiente se enrareció de tal manera que la policía empezó a tener más presencia de la que había venido dedicando hasta ese momento.

Y en este rio revuelto, todo valía con tal de salir adelante sin dejarse pisotear. Pero no todos estaban satisfechos con este recorte de sus más domésticas necesidades. Un tipo, que era natural de Withoutland, no se resignaba a tener que pelear por sus derechos y tomó el peor de los caminos: se salió de la normalidad de vida que había tenido hasta ese momento y, a partir de ahí, empezó a trazar un plan que iba a cambiar por completo, la tranquilidad con la que se convivía en el municipio. El primer paso que dio fue dejar el trabajo que venía realizando en los muelles de Docklands.

James, era un tipo muy controvertido que había sufrido mucho dentro de su propia familia. La guerra había dejado en sus padres ese sabor amargo que se presenta cada vez que las cosas no salen como uno quiere. Y en el caso de John y Ana, las cosas fueron con frecuencia poco beneficiosas para la familia. James, tenía ya veinticinco años y no había podido encontrar un trabajo digno desde que saliera de la escuela secundaria, salvo el de descargador del muelle portuario. Cargado de mal humor, repartía su tiempo en corretear por las calles de su barrio, buscando alguna oportunidad en las que pudiera dedicarse para conseguir algún dinero extra.

En las últimas semanas venía trabajando en los muelles del Támesis, pero cada día se preguntaba si no estaba perdiendo el tiempo porque ese trabajo no le satisfacía, y por ese lo dejó. La poca facilidad de encontrar un nuevo empleo le hizo acomodarse a una forma de vivir sin trabajar, en la que poco a poco se fue convirtiendo en un experto. Daba pequeños hurtos en las tiendas, a los transeúntes que circulaban a horas poco concurridas y asaltaba establecimientos por la noche. Con el pequeño botín que conseguía podía salir adelante. Y aunque sus padres no paraban de preguntarle por qué no encontraba un trabajo digno, siempre salía con alguna excusa que desesperaba a sus progenitores, por lo que al fin dejaron de interesarse por la vida privada de su hijo.

Un día decidió irse a vivir a un pequeño cuartucho que estaba situado en la calle Lawfulness, muy cerca del casco antiguo de la ciudad. Allí pasaba la mayor parte del tiempo durante el día, pero por la noche solía salir y recorría las zonas por la que había mayor bullicio. En uno de los pubs al que acudía con alguna frecuencia, se fue acercando a un grupo de muchachos que estaban en la misma situación que él. Eran tipos de aspecto muy desagradable; vestían ropas que denotaban la falta de limpieza y sujetaban a sus caderas extraños artilugios como cadenas, correas y llamativos pañuelos que les hacían inconfundibles. Decían que pertenecían a la tribu de los rockers, una cultura que él nunca supo entender en qué consistía.

James sentía por aquel grupo cierta simpatía porque, al igual que él mismo, la sociedad no tenía ningún control sobre ellos. Sin trabajo, desembarazados de sus familias, y con la fuerza que da el grupo, paseaban por las calles con una autoridad que hacía que sus convecinos se alejaran cuando los veían acercarse.

Poco a poco fue siendo aceptado en aquella pandilla tan diversa, y de ella aprendió que, si se lo proponía, podía vivir a cuerpo de rey. Pronto comprobó que con alguna frecuencia estos muchachos organizaban atracos de importancia que les facilitaba el dinero para vivir con bastante holgura. Aunque ya desde el principio pidió que le dejaran participar en estos trabajos, nunca se lo permitieron hasta que, aquella mañana en la que se juntaba con sus colegas como un día más, Matthew, que era el cabecilla, le dijo:

—Verás, James; estamos preparando un asunto importante. Creo que ahora puedes ayudarnos. ¿Quieres acompañarnos?

Lo dijo así, de manera informal, como el que te invita a una cerveza, si prestar atención a la contestación que podría recibir. Parecía que se trataba de una broma, porque James vislumbró en el semblante del resto de la pandilla, cierta sonrisa que le hizo dudar. Antes de dar contestación se hurgó en los bolsillos y sacando una pequeña navaja, le dijo:

—No tengo más arma que esta. Si el asunto es peligroso, debería tener algo más para ayudaros. ¿No crees?

—¡Claro!, contestó Matthew. No te preocupes, ya te daremos artillería. Pero ¿te apuntas?

—Sí, desde luego. Pero dime de qué se trata. No os he acompañado en ninguna ocasión y me gustaría saber cómo trabajáis.

El cabecilla, sonrió y dirigió una mirada hacia sus compañeros que asintieron con un leve gesto. "Ya te daremos explicaciones" —pensó el jefe. Luego dirigiéndose a James, mientras le pasaba el brazo por los hombros, añadió:

—Será fácil, ya verás como no habrá riesgo alguno.

James escuchó a su compinche, pero, por su desconfiada forma de ser, no veía claro que aquel asunto estuviera hecho para él. Siempre aquellos chicos se habían mostrado reacios a dejarle entrar en las avanzadillas que realizaban y ahora, de buenas a primeras, se le invitaba a que los acompañara en un asunto que era muy importante. ¡Ah, pero era muy fácil!, había dicho el jefe. Como el asunto se realizaría la siguiente semana, tenía tiempo para poder organizar alguna excusa si al final se veía comprometido y no deseaba hacerlo. Porque desde luego no se fiaba demasiado de aquellos tipos que eran expertos en delinquir. Él se consideraba un maleante de poca monta, porque los contados asaltos que había realizado siempre habían sido a gente indefensa y en lugares solitarios, donde nadie podría reconocer que él era el responsable aquellos atracos. Pero no era ningún pardillo al que pudieran engañar, para que pagara el pato de los delitos que iban a cometer. Estaba seguro de que en solitario nunca saldría de pobre y como deseaba integrarse en aquella banda para poder vivir mejor de lo que hasta el momento le había facilitado la sociedad, accedió a la invitación.

En aquel cuartucho de mala muerte en el que vivía, recostado sobre el desvencijado catre, empezó a pensar cómo podría salir de aquella situación que no le gustaba y que cuanto más lo meditaba, más creía que no saldría bien. Pero también pensó en lo que harían sus compinches si les decía que no podría acudir, aunque la excusa fuera muy poderosa, porque entonces sí que estaba perdido. Sería marcado, ya que conocía el atraco que estaban pendientes de realizar y no le perdonarían que anduviera por ahí con la información de lo que se proponían hacer, encontrándose él fuera de la faena.

Toda la noche estuvo dándole vueltas a la cabeza sobre la decisión que debería tomar, pero de manera alternativa aparecía en sus vigilias, el fantasma de la desconfianza, mostrándose como un oscuro fogonazo que solo desaparecía con el despertar. Sudando, se incorporaba y ya no podía volver a conciliar el sueño. Los paseos por la pequeña habitación no lograban calmar el estado de alarma que se había encendido en su interior.

***

El día marcado para realizar el atraco había llegado. Era un martes cualquiera y parecía que nada había cambiado desde el día anterior. Las calles estaban casi desiertas, porque la gente a esa temprana hora de la mañana ya había acudido a sus trabajos. James se dirigió hacia el punto de encuentro, con el deseo de no pensar en las deliberaciones que había tenido las noches anteriores en los que la intención de abandonar aquella empresa fue lo más importante para él. Caminaba despacio en dirección al lugar acordado cuando, al doblar una esquina, se dio de lleno con Aarón, que era el segundo en la toma de decisiones de aquellos maleantes.

—Hola chico, ¿Cómo te va?

—Bien, un poco nervioso —respondió James

—No te preocupes. Todo saldrá bien. Está todo muy pensado por Matthew que es un tipo muy previsor.

Sin más palabras siguieron caminando hasta el lugar de la avenida central, donde habían quedado en reunirse. Allí estaban apostados los maleantes que iban a participar en aquel trabajo.

Cuando llegaron a su altura, James se fijó en que iban ataviados con unas capas con capucha que les llegaban hasta el suelo. La amplitud de la prenda les permitía esconder debajo de ella cualquier arma que se les hubiera antojado y, precisamente, para este asunto necesitaban proveerse de armas de gran tamaño. James que no llevaba ninguna en su poder preguntó:

—¿No habrá que usar armas de fuego verdad? Además, yo no tengo ninguna.

—No te preocupes —respondió Matthew—. No habrá disparos, solo les asustaremos para hacernos con el botín.

Acto seguido se dirigieron al coche, un viejo Mini de color negro, para encaminarse hasta la entidad bancaria. Era primera hora de la mañana y por esa razón esperaban no encontrar muchos obstáculos para perpetrar el delito. A James le dieron la instrucción de que se quedara en la puerta del edificio con la misión de dar la alarma si veía acercarse a la policía, mientras los otros cuatro se introducían en el banco y saqueaban las cajas, procurando no tardar más de unos pocos minutos. Entrar y salir —dijo el jefe.

Dos días antes ya habían repasado los pormenores del atraco y sabían que a primera hora de la mañana habría poca clientela, y la vigilancia sería aún menor. Pretendían hacer un trabajo relámpago, porque solo deseaban vaciar la caja de atención al público, llevándose lo que pudieran de los objetos personales de los clientes que estuvieran dentro. Si algún policía se acercaba por la calle, allí estaría James para dar el aviso de que había que retirarse.

Y así entraron en el banco: con la capucha echada sobre la cabeza, unos pañuelos al cuello que levantaron sobre su cara y unas enormes gafas negras que les tapaban el resto de la cara para no dejar nada al descubierto. Debajo de las capas llevaban enormes palos de béisbol y navajas de gran tamaño que exhibieron nada más entrar en el edificio. James en la puerta no tenía ningún tipo de protección.

Allí, en la entrada, se movía nervioso mirando para todos los lados con la intención de descubrir a cualquier extraño que se acercara, y pudiera interpretar que se estaba produciendo el robo. Pero la calle estaba tranquila porque nadie se veía en los aledaños del edificio. Un coche pasó a toda velocidad, pero no se detuvo. Fue entonces, en ese momento de descuido viendo cómo se alejaba el coche, cuando una mujer de unos cincuenta años dobló la esquina y se acercó a paso acelerado hasta la puerta del banco, sin más preocupación que la de llegar cuanto antes. James no se dio cuenta de ello hasta que la mujer estuvo junto a él. No supo que hacer en ese momento y se limitó a retirarse de la puerta para que la mujer entrara, observando la mirada de desconfianza de aquella clienta.

Presumía que alguno de sus compañeros la detendría nada más traspasar la puerta, pero no fue así, ya que la anciana al ver a los bandidos que esgrimían armas dio rápidamente la vuelta y salió en alocada carrera llamando a gritos a la policía. James no supo reaccionar a tiempo y la mujer se le escapó de entre las manos.

Al escándalo de la mujer, acudieron algunos viandantes que antes no se habían visto por la calle. James no sabía de dónde habían salido, pero lo cierto era que estaban allí. Y acto seguido entró en el edificio para alertar a sus compinches de que estaba dada la alarma.

Salieron a toda carrera hacia el coche que estaba aparcado en la esquina del edificio, a unos cincuenta metros de la puerta del banco, y cuando iban a montar en el vehículo, Aarón le dijo a James.

—Tú quédate ahí, para despistar. A ti no te conocen, así que no podrán detenerte. Di que nos has visto salir hacia otro lado. Luego nos vemos donde siempre.

En principio el muchacho no entendió muy bien lo que quería decir su compañero, pero cuando vio que el coche arrancaba y le dejaban en tierra, ya supo que él sería quien pagaría por este delito. Mientras pensaba en lo que podría sucederle, quedó parado en la acera a la espera de los acontecimientos.

Pronto empezaron a oírse los sonidos de sirenas y pitos de los policías que acudían al lugar donde se había solicitado el auxilio. En unos minutos estaban a su lado unos agentes que se le acercaron para preguntarle si había visto lo ocurrido. Pero antes de que contestara, la mujer que había salido en petición de ayuda se acercó al agente y le indicó que este era uno de los de la banda, porque estaba en la puerta y les dio el aviso, cuando ella salió del banco solicitando ayuda.

Cuando el agente preguntó a James, lo hizo de manera intimidatoria, después de escuchar a la denunciante. Sorprendido por aquella encerrona no supo reaccionar a tiempo y solo se limitó a decir que no sabía de qué le estaban hablando. Aquella mujer no decía la verdad, porque él llegó al mismo tiempo que ella a la puerta del banco. Pero los agentes no dudando en que deberían obtener más información de él montaron a James en un furgón de la policía y lo llevaron a la comisaría para tomarle declaración.

Ya dentro de las dependencias policiales, y una vez que le tomaron los datos correspondientes, los agentes no pudieron sacar de él ninguna palabra que pudiera implicarle, pero tampoco supo decir hacia donde se habían dirigido los ladrones ya que, en verdad, él no lo sabía, porque no pertenecía a la banda de los atracadores. Confesó que había acudido al banco para hacer una operación bancaria y dijo que no sabía por qué lo habían detenido.

Los agentes no creyeron lo que decía y metieron al muchacho en los calabozos por sospechoso de atraco; y aquí acabó la experiencia a gran escala que deseaba conseguir este chico, que despreciaba a la sociedad porque no le había dado lo que él esperaba.

Le habían jugado una mala pasada y no estaba decidido a dejar que quedara sin venganza. Tendría tiempo para maquinar algo de lo que aquellos desgraciados no tenían ni idea, pero que lo lamentarían por el resto de sus vidas.


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