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EXTRAÑO VIAJE EN TREN

Me asomo por la ventanilla cuando se ha detenido el convoy, y observo que hay una pila de ropa al lado de las vías del tren. Una prenda de color azul cielo -una camisa, quizá-, mezclada con otra de color blanco sucio. Seguramente no es más que basura que alguien ha lanzado a los arbustos que bordean las vías. Tal vez algún niño travieso, habrá tirado por la ventanilla la ropa que no le gusta en un descuido de su madre. No puedo evitarlo, cuando veo restos de ropa, una camiseta sucia o un zapato solitario, abandonados, solo puedo pensar en el otro zapato, y en los pies que los llevaban.

El tren se vuelve a poner en marcha con una estridente sacudida, la pequeña pila de ropa desaparece de mi vista y seguimos el trayecto en dirección a Londres con el cansino paso de un corredor en los últimos metros de una maratón. Alguien en el asiento de atrás exhala un suspiro de impotente irritación; el lento tren de la mañana que llega hasta mi destino de trabajo puede poner a prueba la paciencia del viajero más experimentado. El viaje a menudo tarda más de lo debido porque este tramo de las vías es antiguo y decrépito, y está asediado por problemas de señalización e interminables trabajos de ingeniería.

El tren sigue avanzando poco a poco y cerca del final de mi trayecto, pasa por delante de almacenes, torres de agua, puentes y cobertizos. También observo modestas casas con la espalda vuelta hacia las vías, y no soy capaz de adivinar que esconden aquellas paredes.

 Desde mi asiento, miro la ventanilla y me detengo en el surco que va dejando una gota de agua que la lluvia ha depositado sobre el cristal. Llevo puesto un suéter azul que cubro con un gabán de color crema, con el que quiero borrar, con la manga, el curso que sigue aquella mancha transparente. Recorro su trayecto con el dedo, pero la visión que estoy observando y la neblina traen a mi mente ensoñaciones de otros tiempos en los que, desde la ventana de mi dormitorio, cuando no tenía más de cinco años, jugueteaba con aquellas gotas, siguiendo su rastro con el dedo desde dentro de la habitación.

Han pasado muchos años desde entonces y analizando el tiempo transcurrido, no encuentro nada que me produzca satisfacción. El abandono de la casa paterna, me parecía la aventura más prometedora para mi vida, pero los años me han ido demostrando que no ha sido como esperaba.

Alguien se ha sentado a mi lado y solo pronuncia un simple saludo. No es ninguna persona que conozca y respondo con un gesto afirmativo de cabeza. Con disimulada intención observo al caballero que está a mi lado y pienso en cómo habrá sido su vida, desde que abandonara la casa de sus padres, pero es un muchacho que tiene una extraña mueca en su semblante y que cada minuto que pasa, su cara va desapareciendo hasta llegar a no quedar nada de aquella imagen.

Tengo que hacer un esfuerzo sublime para apartar la imagen que se me presenta y solo consigo un desvanecimiento que hace que me recueste sobre el personaje que se encuentra a mi lado. Así permanezco algunos minutos y cuando despierto del desmayo, veo que he llegado a mi destino. El tren se está parando y a mi lado no hay ninguna persona. Estoy solo en el departamento. Quiero recordar lo sucedido, pero no soy capaz de poner imagen a la experiencia que he tenido y pienso que, quizá, todo ha sido un mal sueño.

Me levanto de mi asiento y cuando, camino por el corredor del vagón, veo que el suelo pierde consistencia y caigo sobre las vías del tren.

Alguien desde la estación observa cómo el vagón número tres lleva enganchado en una de sus ruedas una prenda azul que simula una camisa. No se atreve a dar la alarma y el convoy sigue su camino con destino a la siguiente estación.


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