LUCHANDO CONTRA MIS FANTASMAS
CAPÍTULO SEGUNDO

El aula estaba
ocupada por muchos estudiantes cuando llegamos. Don Gerardo hizo su
presentación y el murmullo general que antes había, quedó apagado ante su
presencia. Con un gesto de su mano nos indicó que estuviéramos atentos.
Empezó hablando, como cada lunes, de que olvidáramos las andanzas del pasado fin de semana y que nos centráramos en el tema que hoy nos traía: Literatura. No dudaba —nos dijo—, que suponía que estaríamos cansados después de las ajetreadas jornadas, pero nuestra obligación era asistir a las clases diarias.
Mientras hablaba, hacía gala de la gran facilidad de palabra que poseía, y el buen sentido de sus comentarios era suficiente para ver a un hombre inteligente, como profesor de literatura.
—No quisiera que se engañaran ustedes conmigo y, por ello, exijo la presentación de la redacción sobre el tema del que hablamos el pasado día. Por si alguno no lo recuerda, les diré que el trabajo era sobre la obra La Celestina.
Don Gerardo, no cabía duda, era un buen profesor además de razonable, pero quizá pecaba de orgulloso, y se sabía capaz de dominar a una pandilla de adolescentes con pocas ganas de estudiar. Llevaba muchos años dedicado a la enseñanza y, en ese tiempo, había adquirido una seguridad que no se aprende en las escuelas ni en los institutos. La vida y el trato con chicos de todas las condiciones sociales le había curtido en las decisiones que debía tomar en cada momento. Por eso casi nunca dudaba a la hora de exigir que sus alumnos trabajaran duro.
—Mañana se los devolveré corregidos. No obstante, antes de entregar el ejercicio, disponen de unos momentos para repasar sus notas, por si alguno quiere hacer alguna corrección. Luego por favor pasen sus escritos hacia el extremo izquierdo de sus mesas.
Alguien fue recogiendo los escritos que habíamos hecho seguir al lugar indicado Una vez estuvieron en poder del profesor, este, forzando una sonrisa, dijo:
—Pueden cerrar sus libros y guardar sus notas. He encontrado algo interesante sobre lo que comentar. Dejaré a un lado la lección que hoy tenía preparada y repasemos los escritos de algunos de sus compañeros para ver cómo pueden mejorar. —Había tomado uno de los ejercicios y lo ojeaba con curiosidad. Después de leer el manuscrito, levantó la cabeza con una sonrisa.
—La redacción que ven en mis manos está hecha con verdadero ingenio. El dueño de este trabajo sabrá a quien me refiero y qué es lo que tiene que corregir en su estilo y tendencias.
Hablaba y hablaba sin parar. Las palabras salían de sus labios como verdaderos torrentes, como si en realidad estuviera leyendo. Me parecía un tipo agradable por su forma de expresarse y deseaba llegar a ponerme a su nivel cuando acabara mis estudios.
La impresión del primer escrito, que se me antojó era de Antonio, era buena en general, pero le reprochaba esa tendencia suya a ver todo de una manera algo mezquina. No le gustaba expresarse con grandilocuencia porque, según él, no estaba de acuerdo en redactar de la manera de expresión que utilizaban los escritores del momento.
El segundo ejercicio que nos mostró, no pude identificar a quien podría corresponder, pero más tarde me enteré de que pertenecía a Juan, que era un chico bastante extraño. Libertino en sus relaciones, le teníamos calificado con el apelativo de sexi, porque era extrovertido con las chicas y éstas le dedicaban sus favores con frecuencia. Poseía una fuerza en su carácter que le hacía no tener miedo a nada que se le enfrentase. Quería ser médico, pero años más tarde supe que había conseguido ser ATS. Las noticias que circularon fue que a mitad de camino rehusó seguir sus estudios de medicina porque se creía incapaz de conseguirlo.
El comentario que hizo don Gerardo de su escrito fue muy satisfactorio. Le acusó, no obstante, de ser un poco egoísta en las definiciones que hacía de la obra. Solo la analizaba desde el punto de vista sexual y se recreaba escribiendo sobre aquello que le agradaba gozar.
También hizo comentario sobre mi trabajo y me acusó de ser poco explícito hacia el estilo que había escogido. Estaba satisfecho con mi redacción, pero le apenaba ver un tema bien encaminado que se quedaba a medio decir: "ofrece mucho el que hizo este trabajo, espero que corrija este defecto, pues de ello depende que consiga lo que está buscando".
Isabel, que conocía mi trabajo, rápidamente supo cuando se hacía referencia a él. Me hizo una mueca y se dedicó a escuchar con atención todo cuanto dijo el profesor. Al final me miró y sonrió para darme confianza mientras decía entre dientes:
—Tienes madera, Miguel; sigue así y mejora, porque solo si corriges un poco, lograrás llegar muy lejos.
Había acabado la clase. Abandonamos el aula para descansar unos minutos. Mientras nos dirigíamos a la cafetería de la universidad, Isabel me dijo:
—El último artículo era el tuyo ¿verdad?
—Sí, es cierto. ¿Cuándo lo notaste?
—Desde el principio. Tienes un estilo muy personal, muy tuyo, muy único, que conozco por tu carácter. Ya sabes, consérvalo, perfecciónalo y verás como consigues lo que deseas en el campo literario. Es lo que ha dicho don Gerardo
—Perdona si soy indiscreto con esta pregunta. ¿Tanto te interesa que triunfe?
—Sí… bueno, me gustaría. No sé, pero creo que lo mereces.
Contestó afirmativamente, muy rápido, para luego dejar entrever que había algo más que no se atrevía a decir. ¿Por qué ese miedo y de qué? Había suficiente confianza entre nosotros para que hablara con la soltura debida a sabiendas de que no iba a recibir una contestación inadecuada. Me ponía nervioso este proceder, porque no era habitual en ella esta manera de actuar. Normalmente se comportaba con demasiada seguridad en sí misma, sabiendo lo que decía y por qué. Solo cuando hablaba conmigo se volvía retraída.
—Vamos a tomar un café —dije tomándola del brazo.
La cafetería estaba concurrida a esas horas. Había jóvenes de todas las aulas sentados a las mesas con los libros en las manos discutiendo de manera acalorada. En una mesa, al fondo, estaba la cuadrilla de "niños bien", que la tarde anterior me hizo sentir hacia ellos una sensación de hastío.
Fernando me hizo una seña y nos aproximamos hasta donde se encontraba. Una vez junto al grupo, nos sentamos y pedimos café. Solo pronunciaron un saludo al que correspondimos de manera abandonada; luego todo se convirtió en un silencio extraño. Al fin Gustavo fue el primero que se decidió a entablar una conversación, mencionando los comentarios de don Gerardo.
El mejor de los temas era, para él, el tercero. Pensé que sabría a quién pertenecía, pero dio muestras de ignorarlo por completo, aunque en realidad estaba de acuerdo con lo aludido por el profesor.
—Qué tema tan absurdo nos ha mandado para la próxima semana. Es cierto que sobre la juventud hay mucho que hablar y escribir, no cabe duda, pero nosotros solo podemos verlo desde el punto de vista de "juventud divertida". No somos viejos para andar poniendo peros a las acciones de la juventud.
—Creo que es un buen tema para desarrollar —dije—. Habrá buenos escritos, estoy seguro. Somos todos muy humanistas y deberemos ser crueles con nosotros mismos.
—¿Por qué esa tendencia tuya de condenar a la juventud? ¿No eres tú también joven? ¿Qué de malo hay en ser joven? Nosotros no tenemos la culpa de haber nacido en esta época.
Fernando dijo aquel torrente de preguntas en medio de los que él consideraba sus amigos. Con calma le respondí:
—No condeno la juventud, no te equivoques. No puedo condenarla, solo reprocho el proceder de una parte de los jóvenes por ser de lo más inhumano, de lo más insensato, de lo más absurdo hacia los demás. Soy tan joven como aquellos a los que crítico, de acuerdo, pero seamos sinceros, ¿qué entiendes tú por juventud? ¿Es solo el abandonarse a las diversiones tan en boga en nuestra época? Esto solo conduce al desprecio de la propia persona, al hastío general, a una ruina total de los sentimientos, a la atrofia de todos los sentidos, para solo saborear y encontrar con gusto todas las necedades.
Todos escuchaban atentos, sin atreverse a interrumpir mis comentarios. Mientras les observaba, me divertía la atención que me prestaban. Eran unos absurdos y unos faltos de moral, con un solo deseo: satisfacer sus sentimientos más sensibles. ¿Por qué se conducían de esa manera? me preguntaba. Sin duda era porque tenían la seguridad y libertad de gozar por ser niños bien, hijos de papá. La banalidad era el medio en el que se desenvolvían, el vacío, la nada.
Una juventud como la que nos había tocado vivir era algo maravilloso, algo que debería llenar nuestra vida de esperanza; solo este hecho era suficiente para hacernos entender lo que la juventud representa: juventud es vida, deseo de lograr los ideales que en otra época no será posible; se goza en la juventud de todo; todo lo nuevo nos llama y nos liga desde el principio. Pero ¿cómo estamos interpretando esa época de la que somos creadores directos ante el futuro? El sentirnos irresponsables, como en general ocurre con todo lo relacionado con la juventud, nos hace olvidar que somos jóvenes.
Hay un sentimiento extraño, pero maravilloso, dentro de nosotros que solo podemos poseer en los años juveniles. Es ese sentimiento dulce, de "querer". Con ello evoco ahora a un gran pensador: "Pensando en las flores logramos hacerlas crecer". Muchas veces he analizado esta bella frase llegando a convencerme de que todo depende de nosotros y de ese "querer" para lograr lo que nos proponemos. ¿Puede acaso un obrero cumplir con su obligación si no usa sus manos? Seamos por una vez sinceros con nosotros mismos y admitamos una verdad como la que nos presenta nuestra propia vida. ¿Por qué nos obcecamos en dejarnos conducir de la forma que nos resulta más fácil, abandonándonos en la incertidumbre de la insensatez?
Los muchachos que antes estuvieron tomando sus consumiciones en el bar, fueron abandonando el local para dirigirse a sus respectivas aulas.
La clase de Psicología no fue tan interesante como me proponía ya que permanecí casi todo el tiempo despreocupado del tema que allí se debatía. Me encontraba ausente, fuera de mí, traspasando la barrera de mis pensamientos, para unirme a los nimbados sentimientos que tantas veces me hacían sentir un gran amor por la propia vida.
Quería saber el porqué de todas las cosas, lo necesitaba para encontrarme seguro de mí mismo. Sentía respeto por todo aquel que lucha por saber lo que le toca vivir en esta vida y en repetidas ocasiones me preguntaba el motivo que podría existir para que aquellos chicos que desde hacía tanto tiempo eran mis amigos, hicieran y pensaran tan pobremente sobre sus vidas. No creía que tuvieran en su interior aquellos pensamientos que les obligaban a comportarse como lo hacían. Este querer evadirse de sus más profundas responsabilidades les desposeía de sus nobles sentimientos. No podía comprender esta manera de comportarse de todos aquellos que se vanagloriaban de "saber ser" cuando en realidad lo que conseguían, quizá sin darse cuenta, era destrozar su propia vida. Soy contrario a las pequeñeces, pero creo que sería despreciable el no dejarse conducir de una sencilla manera con arreglo a nuestros sentimientos.
Isabel me tocó en el brazo, para indicarme que ya era el final de la clase. Todos mis compañeros estaban de pie y se dirigían a hacia la puerta de salida. Después de evitar encontrarnos con los que antes hablamos en el bar, nos dirigimos a la calle para montar en el coche, y seguir hasta la casa de Isabel.
Alguien nos llamó cuando ya nos encontrábamos en la puerta. Juan corría hacia nosotros y al estar a nuestro lado dijo:
—¿Podéis llevarme a casa?
—Sí, claro.
—Estupendo. Tengo un poco de prisa y no quisiera entretenerme, pues estoy citado con una chica esta tarde.
—¿Maribel? —dije.
—No, esta es otra. Hace unos días tropecé con ella en el tranvía y tuve una conversación. Ya sabes que los estudiantes estamos bien vistos por las chicas y quedé con ella para esta tarde.
—¿Me llamarás por teléfono antes de ir a buscarla? —pregunté.
—Sí, ¿por qué no? pero… ¿qué te traes entre manos?
—Nada en concreto, solo quiero decirte algo.
—Pues dímelo ahora.
—No seas indiscreto. Vámonos que tienes prisa —ironicé.
Camino de su casa me fui preguntando el motivo que me llevara a decir aquello a Juan. No sabía qué iba a hacer después ni qué podría decirle cuando me llamara, pero había algo en mi interior que me insistía en verle a solas. Cerca de su casa y antes de bajar del coche dijo:
—Te llamaré a las tres.
Isabel condujo el coche hasta mi casa y después de comer me retiré a mi habitación para poner en orden mis ideas y preparar lo que tenía que decirle a Juan. Al fin y al cabo, pensé, ¿qué me importaban a mí los problemas de los demás? ¿Qué pretendía con querer arreglar sus dudas?... "Los problemas de mis amigos, también me afectan", había dicho en más de una ocasión. En cierto modo eso era verdad, pero al final comprendía que no conseguía nada con intervenir en los asuntos ajenos. Pensé que lo mejor era vivir mi propia vida, alejándome de la de los que estaban más cercanos, debía dejarme conducir con arreglo a mis propios instintos. Era mi vida la que estaba en juego y podía perderla por la banalidad de estos actos.
El teléfono sonaba sobre la mesa del salón. Al descolgar el aparato, Juan me espetó.
—¡Hola Miguel! Dentro de media hora iré a buscar a mi paloma. ¿Qué querías decirme?
—¿Puedes venir a mi casa ahora mismo? No te voy a retener más de lo que desees.
—¿Ocurre algo malo?
—No, solo quiero hablar contigo un momento.
—Ahora mismo salgo para allá.
Colgué el aparato y me retiré a mi cuarto para ponerme cómodo en espera de mi amigo. Estaba convencido de que me sería difícil persuadirle que se quedara y no acudiera a aquella cita. Pero ¿por qué creaba esta situación? ¿Qué pretendía al querer alejar a mi amigo de aquella chica? ¿Acaso me consideraba más listo que otros para estar siempre aconsejándolos, o solo era ese querer que los demás consiguieran esa felicidad que, creo, merecemos todas las personas?
Ya había llamado Juan a la puerta de mi casa y me esperaba en el saloncito cuando salí a su encuentro. Le vi sonriente pero quizá un poco preocupado. Me di cuenta de su incertidumbre y su mirada inquisitiva acabó por hacerme sentir lástima por él.
—Hola.
—¿Qué hay? Me tienes preocupado. ¿De qué se trata?
—No es nada en particular. Solo quiero hablar contigo unos minutos; por eso te he pedido que vinieras.
—Te escucho.
Me extrañó la forma tan espontánea que usó de ponerse en mis manos. Le conduje del brazo hasta mi cuarto mientras le observaba. Su rubicunda figura era aniñada; tenía complejo de su estatura y esto le hacía ser un poco exasperante. Su carácter era alegre y nervioso; aspiraba a algo que sabía que estaba fuera de su alcance, pero confiaba en su fortaleza para engañarse con insistencia y facilidad.
Juan formaba parte de mis amigos desde hacía poco tiempo y desde siempre pensé de él que era la hipocresía personificada. Era débil por naturaleza siendo reo de sus propias debilidades. Pero en el fondo era un buen chico y aunque no sabía conducirse de forma coherente, frecuentemente se alejaba de sus amigos para despotricar en sus pasiones más sensibles. El sexo femenino le sustraía, le apasionaba y le envolvía. Le preocupaba pasar un solo día sin la compañía de una muchacha, quizá debido al complejo que tenía de su baja estatura. Cuando conocía a una chica se dedicaba a ella con verdadero deleite, porque entendía que estaba por encima de todo; solo la sustituía cuando conocía a otra con la que podía pasar sus ratos de ocio. Luego, al final, las desechaba como si fueran uno de sus trajes que ya habían perdido la raya. Siempre buscaba su distracción, el abandono viril de su persona y su expansión carnal. Era tan desmedidamente orgulloso, que mantenía por encima de todo su pulcritud en el vestir rayando en la cursilería. Se arreglaba y acicalaba cual si fuera una dama y siempre estaba pendiente del cuidado de sus ropas y de su cabello.
Juan se mantenía callado esperando que le hablara del motivo que me indujo a citarle aquella tarde. Al fin, harto de la espera, me dijo:
—Bueno, Miguel; tú me dirás.
— No es mucho lo que tengo que decirte, pero quiero que sepas una cosa. Te considero un buen amigo y por ello solo deseo tu triunfo, pero veo que necesitas que se te guie porque no sabes seguir el camino para el que estás destinado.
—Pero bueno, ¿qué tiene que ver mi vida privada con la cita de esta tarde? No te comprendo.
—Seré sincero contigo. Iré directamente donde nos interesa. Sé que no tengo derecho a hablarte como lo voy a hacer, pero nuestra confianza me hace pensar que no verás mis palabras como simples acusaciones; sé que acabarás comprendiéndome y que no me criticarás por lo que te diga. Quizá te preguntes el por qué, quizá quieras saber los motivos que me dan derecho a hablarte así, pero vuelvo a decirte que solo me apoyo en la confianza que tengo en nuestra amistad.
—No sé dónde quieres llegar …
—No te precipites. Ya llegamos al asunto. ¿Qué pretendes comportándote como lo haces? ¿A dónde quieres ir a parar? ¿No te das cuenta de que estás destrozando tu vida? ¿No comprendes que al mismo tiempo destrozas los jóvenes ideales de las muchachas con las que te diviertes? Las tratas como juguetes: primero, mientras son nuevos, los mimas para después, una vez marchitos tirarlos a un rincón. Estoy preocupado por lo que a ellas les puede perjudicar tu actitud, además del daño que te ocasionas a ti mismo. ¿Crees que eso es a lo que está destinada tu juventud? ¿Un vacío caprichoso del que puedes hacer uso cuando gustes? No, mi querido amigo. Estás malgastando las energías de tu juventud; estás perdiendo las oportunidades que te brinda la vida para que logres tus ideales, para que consigas aquello para lo que has nacido, lo que es imprescindible en tu vida, y que poco a poco vas alejando de ti y sin lo cual no eres nada. Llegarás a estar gastado, vacío por dentro. Solo buscas satisfacer tus pasiones para abandonarte en ellas como único medio de seguir viviendo.
—Pero ¿qué esperas tú de la vida?
—¿De la vida? De la vida lo espero todo; todo lo que me proponga, todo lo que necesite, todo lo que es parte de los valores que hemos aprendido de pequeños a los que doy el valor que, estoy seguro, tienen. Es posible que no sea un ángel, ni tampoco lo pretendo, pero al menos lucho por conseguir los grandes ideales que me marcan el camino que debo seguir en esta vida. Tú, en cambio, abandonas todo por regocijarte en las faldas de una mujer. ¿Crees acaso que solo eso existe en la vida? ¿Crees que lo demás no merece la pena? ¿Crees que la moral es solo de los otros, de los curas…? Pero ¿qué buscas Juan? ¿Sabes dónde te conducirán tus pasos más pronto que tarde?
Paré un momento porque veía a mi amigo algo compungido, como si estuviera manteniendo una lucha interna con las palabras que le estaba diciendo. Pasados unos segundos continué:
—Estoy seguro de que nunca te has analizado, que nunca te has visto por dentro, pero como tardes en hacerlo, el día que lo hagas no podrás rectificar: estarás ajado y marchito como las flores en otoño. Has abandonado casi por completo tus estudios para saborear aún más fuertemente tus sentimientos más sensibles y, ¿qué consigues con ello? Dime qué ganas con esa manera de proceder y no tendré más remedio que hincar mi rodilla. Dame pruebas de que es mejor el camino que has elegido que el que deberías seguir; dame una prueba o hazme caso.
—Eres un buen amigo, Miguel. Te aprecio ahora más que antes, pero siento que tus palabras no te devuelvan el fruto que esperabas. Es tarde ya para volver; me encuentro sin ganas de lucha, tú lo has dicho, estoy ajado, destrozado, marchito…
—No, amigo mío. Aun puedes salir airoso en todo lo que emprendas, pero has de luchar constantemente, con todas tus fuerzas, con todo el calor de tu alma. Lucha y saborea la satisfacción del cansancio de esa noble lid; solo así podrás considerarte digno de todo aquello que logres poseer. Tú lo has dicho muchas veces: "solo tengo que desear algo con todas mis fuerzas, para conseguirlo". Ponlo en práctica y ya verás los grandes resultados que obtienes con esta actuación. Pelea porque no te será fácil conseguirlo; al final tendrás la recompensa y la satisfacción de haber logrado encontrarte a ti mismo.
—Pero ¿tú crees que acaso puedo llegar a ser aquel en el que un día deseé convertirme?
—Sí, tengo la total confianza en que podrás ser el que deseaste; serás aquel que tus amigos de verdad esperan que seas. No te quiero entretener más; se te hará tarde para tu cita.
—Te agradezco los consejos; me voy. Se me hace tarde.
—Adiós, Juan. Piensa en lo que hemos hablado.
Le vi alejarse pensativo y cuando salió de mi casa me retiré a mi habitación para recordar un poco a aquel amigo con el que había compartido tantos momentos en nuestros años más jóvenes.
Media hora más tarde mi teléfono sonó insistentemente. Era Juan que desde el otro lado del hilo me comentó:
—¿Miguel? Soy Juan. Estoy en casa; tengo algo que estudiar y pasaré toda la tarde aquí. Si quieres puedes pasarte luego y comentamos.
—Está bien, no te lo aseguro, pero si puedo pasaré por tu casa a última hora.
Colgué el aparato en su horquilla para sentirme satisfecho. Me sorprendió que Juan no hubiera salido con aquella muchacha con la que estaba citado. Supuse que podría haber influido en ello la charla que mantuvimos momentos antes y aquello me alegró. Había logrado la primera batalla con mi amigo; solo tenía que profundizar sobre ello, para hacerle sentir que había algo más importante en la vida que la manera en la que estaba dedicando su tiempo. Me sentí satisfecho de haber conseguido aquella pequeña victoria porque, en verdad, apreciaba a Juan con toda mi alma.